Picaresca y corrupción

“En Inglaterra, los campos son fértiles, los árboles son altos, pero el cielo es gris y húmedo. Aquí, en cambio, la tierra es árida, los campos, secos y cuarteados, pero el cielo es infinito y la luz, heroica”. Así es como describe España un personaje británico llamado Anthony Whitelands, protagonista de la novela de Eduardo Mendoza ‘Riña de gatos’, a su llegada a Madrid en la primavera de 1936.

“En el Reino Unido”, le cuenta por carta a su novia, “andamos siempre con la cabeza baja y la vista fija en el suelo; aquí, donde la tierra nada ofrece, los hombres andan con la cabeza erguida, mirando el horizonte. Es tierra de violencia, de pasión, de grandes gestos individualistas”.

Esta visión poética de la España central y meridional dice mucho de un carácter, el nuestro, forjado durante siglos en el extremismo (estereotipado como ‘pasión’ en el extranjero) y en la máxima no escrita de ‘sálvese quien pueda’, ‘maricón el último’.

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Hace unos años, de visita en Bruselas, tuve ocasión de comprobar cómo nuestras normas de comportamiento en sociedad difieren bastante de las de otros europeos. Acompañada por un grupo de periodistas de distintas nacionalidades, entré en una estación de metro dispuesta a hacer un trayecto de 20 minutos.

Lo primero que hice al entrar fue buscar con avidez los tornos de entrada. Miré a la izquierda, miré a la derecha, recorrí un ángulo completo de 360º. Pero allí no había tornos por ninguna parte. Para gran sorpresa mía y de otros compañeros españoles que también formaban parte de la expedición, en aquella estación no había nada que impidiera la entrada “libre y gratuita” de quien quisiera y cuando quisiera.

Arraigo del ‘yo primero’

Eso sí, dibujada en el suelo había una gruesa línea roja, acompañada por una advertencia escrita en la pared: “Estimados clientes”, decía el aviso, “a partir de este punto es necesario que compren ustedes un billete. Háganlo acercándose a la ventanilla, o utilizando las máquinas situadas a su derecha. En caso de que un revisor les solicite su tique y no dispongan de él, se verán obligados a abonar una multa de 125 euros”.

Por raro que parezca, allí todo el mundo se dirigía directamente a las “maquinitas” para adquirir sus tiques, y lo hacían –doy fe- por voluntad propia. “¿Y por qué compran el billete, si se puede pasar sin hacerlo?”, me preguntaba yo entonces. No había tornos, no había vigilantes, pero por alguna razón misteriosa, tanto los belgas como los franceses, alemanes y holandeses de nuestro grupo adquirían los tiques sin decir ni ‘mu’, y sin asomo alguno de cabreo o indignación.

“¿Pero qué pasa aquí?”, comentábamos entre nosotros los españoles, “¿que no se paga? Estos belgas están ‘chalaos’, te dibujan una línea en el suelo y se creen que vas a pararte, ¿pero la gente por qué paga?, pues yo no pago”. “Ni yo”, íbamos diciendo a coro, “ni yo tampoco”.

De hecho, en mi cabeza de hace 10 años no hubiera cabido de ninguna manera la idea de ceder y cumplir con las reglas. “Pero si me lo ponen ‘a huevo’ para que me cuele, ¿cómo no voy a aprovechar?, sería tonta si no lo hiciera”.

Actuar desde la base

De eso hace ya mucho tiempo, el suficiente para que haya comprendido que esa particularidad nuestra, esa necesidad apremiante de saltarnos las reglas cuando nadie nos mira o cuando no hay barreras, es algo aprendido, y no necesariamente compartido con los individuos de otras culturas.

En los países anglosajones, por ejemplo, las costumbres protestantes ensalzan la necesidad de esforzarse y de trabajar en favor de la comunidad. En el colegio está bien visto, y es habitual, que los niños avisen al profesor cuando un compañero copia o hace trampas: el que debe avergonzarse es el que no juega limpio, no el que lo denuncia. Nada que ver con nuestro viejo concepto del ‘chivato’, y menos con la tendencia española a encubrir al aprovechado.

Esta semana, sin ir más lejos, en el Reino Unido ha dimitido la ministra de Cultura, Maria Miller, por haber cobrado 7.000 euros por gastos parlamentarios cobrados indebidamente. Entretanto, en España, Esperanza Aguirre arrollaba con su coche la moto de un agente de Movilidad del Ayuntamiento, se daba a la fuga cuando iban a notificarle la denuncia, y celebraba una ‘tourné’ mediática para jactarse de la supuesta normalidad de su comportamiento.

Desde mi humilde opinión, y para combatir este tipo de actitudes con la firmeza que se merecen, hace falta actuar en dos frentes principales. Por un lado, promoviendo la cultura de la cooperación frente a la cultura de la competición, mediante campañas mediáticas y, sobre todo, educativas, de alto calado, promovidas desde el propio Gobierno.

El momento de crisis actual, tan poco favorable en todos los campos, es propicio sin embargo para colaborar y, en consecuencia, para difundir la cultura de la colaboración desde las instituciones hacia todos los colectivos que necesitan ayuda (desempleados, discapacitados, familias sin recursos, etc).

Por otro lado, el Gobierno debe tomar también la iniciativa en la aplicación de un plan implacable contra la corrupción, que no deja de ser la consecuencia última de la cultura de la picaresca de la que venimos hablando en este artículo. Un plan, como indicaba el año pasado el columnista de ‘El País’ José María Peláez, para que la Agencia Tributaria inspeccione con carácter permanente las cuentas de los representantes políticos de todas las administraciones, así como las de los partidos políticos.

‘Over Capacity’

Cuando hoy abrí Twitter a las cuatro de la tarde, me encontré con que estaba colapsado. En una viñeta a pantalla completa, una ballena con cara de haber sufrido un patatús se encontraba suspendida… en el aire. Y como andaba lejos del mar y no sabía moverse por esos lares, un grupo de pajaritos tuiteros la había metido en una red y estaba remolcándola lentamente. “Twitter está sobrecargado”, decía la plataforma en una leyenda a pie de página. “Por favor espera un momento e inténtalo de nuevo”.

Llevábamos desde la hora del desayuno hastiados con las reacciones de unos y otros ante la supuesta implicación del presidente del Gobierno en la también supuesta trama de financiación ilegal de su partido. Y estábamos todos tan saturados y tan cabreados, que nos habíamos lanzado en masa a la Red para contarle al mundo hasta dónde llegaba nuestra indignación.

“Hoy deberían manifestarse en Génova los militantes y votantes del PP”, decía el humorista Dani Mateo en el primer tuit que conseguí leer poco después. “Ellos son los más estafados. Merecen una explicación”, añadía. Inmediatamente, retuiteé el comentario, para descubrir que 1.305 personas lo habían retuiteado antes, ¡y sólo habían pasado 15 minutos desde que lo escribió!

Suerte que no soy votante del PP, porque no creo que hubiera podido soportar mayor grado de impotencia del que ya siento. Que presuntamente Mariano Rajoy haya recibido 25.200 euros anuales durante 11 años sin haberlos declarado a Hacienda, y que, como él, todos los secretarios generales y vicesecretarios que han pasado por el PP durante los últimos 22 años se hayan beneficiado de la entrega de sobres en B por parte de los ex tesoreros del partido, eleva los niveles generales de irritación a límites estratosféricos.

Me siento como la ballena del patatús, navegando en un mundo que no es el mío. Engañada porque creo firmemente en la necesidad de predicar con el ejemplo, aturdida porque yo cumplo las normas y hago lo correcto como el 90% de los españoles, y resentida porque llevo siete meses en paro y estoy hasta el último pelo de la cabeza de que me digan que aún tengo que hacer más esfuerzos.

No me sirve la teoría de la conspiración que esgrimía hoy Cospedal en su rueda de prensa. Si Pío García Escudero ha dado validez al menos a un detalle de los papeles, será porque el resto también es cierto. Y si las anotaciones se hacían en cuadernos manuscritos, será porque se trata de dinero negro. ¿O acaso hay una mano en la sombra, como sugiere implícitamente la secretaria general del PP, que ha escrito ex profeso la supuesta contabilidad secreta para desestabilizar al Gobierno de los recortes?

Es necesario que el presidente se explique públicamente ya. Que el juez practique pruebas caligráficas para determinar la veracidad de los papeles y para aclarar si la letra es de Bárcenas. Y, sobre todo, que la justicia confronte cuanto antes esas anotaciones con las declaraciones de la renta de los implicados.

Si la investigación demuestra lo que parece evidente, Rajoy deberá dimitir y convocar elecciones. Puede que sea una buena oportunidad para regenerar el sistema actual, agotado, injusto y lamentablemente tan poco democrático.